¡Coged el paraguas, que llueven encuestas! Las hay para todos los gustos: Encuestas Express, encuestas telefónicas, encuestas vía Internet, encuestas partidistas, encuestas a priori y a posteriori… Y entonces llega el análisis, y esto es mucho más complicado de lo que en un principio se nos muestra. La verdadera información y la más fidedigna se encuentra varias capas detrás de los números de vanguardia. Un ejemplo práctico (de cosecha propia):
A y B mantienen un debate político. Las encuestas dicen que A logra un 55%, B un 40% y el 5% restante ns/nc. En una primera y superficial lectura habría ganado A. ¿Y si os digo que C, D, E y F, otras cuatro fuerzas políticas que no han podido debatir, mantienen un porcentaje de votantes del 5% cada uno? Ya habría un 20% que ha votado una de las 3 opciones (A, B o ns/nc) por cercanía política, por votar en contra del otro o por lo que sea. ¿Y si os digo que ni C, ni D, ni E ni F tienen otra intención que no sea la de votar por sí mismos llegadas las elecciones? Nos encontraríamos con que ese 20% que ha votado a favor de A, B o ns/nc (porque no tenían más opciones) no votarán ni A, ni B ni ns/nc en el momento de la verdad. ¿Y si, por último, os digo que C, D, E y F han votado todos por A en el debate? Pues entonces resultaría que la intención de voto real de A sería del 35%, la de B 40% y el 25% para ns/nc, C, D, E y F. ¿De qué habría valido entonces “ganar” un debate”?
Esto es sólo un análisis mínimo que se podría complicar si las encuestas son deficientes: un universo insuficiente o mal elegido, falsedad en las respuestas, mala interpretación de las mismas, preguntas incorrectamente formuladas, manipulación en los datos, etc. Hace tiempo que no les doy a las encuestas demasiado valor. Desde que aprendí que, según la estadística, si tú te comes un pollo y yo no lo pruebo nos hemos comido medio pollo cada uno. Ahora se lo explicas a mi estómago.
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