La conjura de los necios

Me permito secuestrar el título de la magnífica novela de John Kennedy Toole para encabezar este post, que amaso entre el estupor y la vergüenza que hace unos minutos me han salpicado desde la pantalla de mi televisor. Antes apuntar que sólo estoy en silencio cuando no hago otra cosa que estar en silencio, así que tengo por costumbre poner la radio o encender a tele mientras escribo. También lo hago mientras cocino o hago limpieza general. No sé, lo hago cuando leo y lo hacía cuando estudiaba, por contraproducente que pueda parecer en tareas que requieran cierta concentración, y desde entonces he conservado ese vicio (y abandonado otros, muy afortunadamente) que sobrevive escondido en algún agujerillo de mi psique, pertrechado en el miedo atroz y estúpido que tengo a perderme algo que pudiera ser interesante mientras estoy en otras cosas, cuando lo único que de verdad pierdo es la parte de mi cerebro que escucha la tele mientras mis neuronas se suicidan, apenas unos segundos después de desearme su mismo mañana a mí y a mi mando a distancia. La radio es otra historia, por suerte, pero sobre eso ya escribí hace unos meses. Y lo del miedo mencionado líneas arriba ya lo cuento otro día, cuando me atreva con una entrada sobre mis parafilias, las voces que me hablan desde mi armario en cuanto apago la luz y demás trastornos personales. Ahora vamos a lo que vamos.

Estaba yo en mis cosas del escribir, con la CNN de fondo, cuando casi sin mirar la pantalla me he abandonado al zapin digital (oye, con lo de la TDT, ¿no se supone que todo sería diferente y entraríamos en una dimensión ulterior en lo audiovisual? ¿Y soy el único que no ha notado ninguna diferencia?) hasta caer en TVE1. Caer, sí, y de bruces, porque el castañazo que me he llevado en mi moribundo sentido común ha sido descomunal al padecer a un tal John Cobra cantando (¿cantando?) un rap (¿rap?) con la intención de repetirlo en Eurovisión (¿Eurovisión?) en representación de España (¿?). No había escuchado semejante abominación en mi vida, y que conste que una vez toqué en unas fiestas de pueblo donde la actuación estelar corría a cargo de Bustamante. No contento con el martirio que acababa de parir, y al verse increpado por el eurofan público presente, el interfecto se ha echado mano al paquete, de manera repetida y al grito de -“Me coméis la polla todos” como si de un mantra liberador se tratara. La Igartiburu, al borde del síncope, le daba pasaícas en la cara mientras le decía -“Cariño, tranquilízate”, en lo que se podía interpretar una situación de apuro televisivo derivado del directo del programa, aunque yo apostaría a que en el fondo estaba acojonada por si el penco se ponía a repartir guascas y a ella le caía la primera. El artistazo ha pedido entonces disculpas, cariacontecido, hasta que alguien del público ha vuelto a silbarle y entonces, enardecido y como volviendo a la vida, ha repetido su estribillo (el de me coméis la polla todos, no el de la canción, por suerte) adornándolo con un

-“Que os den por culo, maricones”.

Ahora a lo que iba, que el vídeo seguro que ya está en Youtube y aquí huelgan más detalles sobre el mismo (perdonad que no lo enlace, pero ando mal del estómago y un solo fotograma podría ser fatal): Esta escoria antropomórfica ha salido en la tele pública, la que pagamos tú y yo, porque una legión de sus iguales así lo han decidido con sus votaciones, con sus miles y miles de clicks de ratón en la web de RTVE. Amigos, esto es la DEMOCRACIA (δεμοσκρατοs), así, en letras mayúsculas, en su expresión más pura, nívea y virginal. La maravillosa y pluscuamperfecta democracia, la madre protectora que nos libra de absolutismos, la hermosa novia del pueblo al que hace uno, grande y libre.

¿O no?

Porque ¿cuál es la diferencia entre la dictadura de un cabrón y la dictadura de millones de imbéciles? A fin de cuentas ambos eligen por mí, ambos me someten a sus decisiones y ambos me erigen en su representado por encima de mi voluntad. El primero, amparado normalmente en la fuerza (acaso divina), y los segundos en la justificación de su número. Vamos, que son más, como si eso tuviera algo de positivo per se. El caso es que yo no encuentro una garantía de criterio o inteligencia en ninguna de las dos, que lo de encontrar ejemplos de pifias de la vox populi sería aburrido por lo triste y evidente, y lo de elegir lo menos malo nunca ha ido conmigo por una simple cuestión de coherencia. ¿Alguna vez os habéis preguntado, ante la hipótesis de que el fin de la especie estuviera próximo y fuera necesario elegir qué cosas salvar para representarnos ante una civilización venidera, cuáles serían las escogidas si se entregaran a la voluntad del pueblo? ¿Qué libro? ¿Qué canción, película o programa de televisión? ¿Qué eminente personaje sería el parangón de nuestra sociedad?

Cristiano Ronaldo, Sálvame, Titanic, Colgando en tus manos y Harry Potter, por orden inverso a las preguntas planteadas. No lo digo yo, lo dice la mayoría. Yo sólo me conformo con intentar quitarme el miedo del cuerpo cuando pienso estas cosas.

Autobombo (No, no me he embarazado a mí mismo)

Gracias.


Allí.

(¿Allí? ¿A qué demonios viene lo de allí?)

Hace hoy un par de años que alumbré Labios como espadas, título Alexandrino que me venía al pelo dada mi intención de repartir estopa y salpicar al mundo con mi bilis en maná (un poco al estilo de P. Carbonell y su Agüita amarilla, pero con más inquina). Podríamos decir que la criatura nació como una terapia y un ejercicio de diversión más que de estilo. Los primeros meses, cada una de las entradas que escribí acabaron vagando por el cibermundo, en una especie de limbo comunicativo, como muchos de sus antepasados en papel que hoy duermen el sueño de los justos en las cajas de cartón que se apilan en mi trastero. En la cadena emisor-mensaje-receptor, en consecuencia, quedaba irremediablemente huérfano el último eslabón, acaso el más importante. Lo cierto es que tampoco buscaba reconocimiento, y las palmaditas en la espalda que mi famélico ego escritor recibió no provinieron sino de las tres o cuatro personas que conocieron de la existencia de esta bitácora porque yo así quise que fuera, manteniendo mi engendro en la penumbra más absoluta.

(Aquí hay un salto temático que destroza el ritmo de la narración)

Mi interés por desinformarme a través de los medios tradicionales fue esfumándose a la vez que crecía mi afición por leer blogs, dando comienzo entonces la tarea de separar el heno de la paja, ardua por la desproporción con la que se amalgaman en la blogosfera. Con el tiempo, me convertí en parroquiano de otros pensamientos, y mi travesía errabunda por el desierto pronto acabó por tener paradas obligatorias en las que calmar mi sed y alimentar mis ganas de aprender y disfrutar: Theo, Awi, Necronomicón, Beta, Galina y Apát, Luna… se convirtieron en mi refugio, en el bálsamo en el que curarme de la mediocridad que todo lo asola en el espejo de Internet, reflejo inequívoco y triste de lo que somos cuando nadie nos mira.

(Aquí debería continuar el párrafo anterior, pero acabo de caer en un agujero negro de mi cerebro. Espera, creo que sobra el “de”. Sobra)

Así, este post que estaba pensado para sacar lustre a mi blog, mirarme el ombligo y hablar de sus entradas, sus comentarios y su pelusilla, termina mentando los vuestros, por envidia y admiración a partes iguales. Bueno, vale, lo dejamos en un 60/40.

(Aquí una excusa que intento hacer pasar por aclaración...)

Por primera vez publico sin releer o corregir la entrada, por falta de ganas y exceso de prisa. Entiendo que sabréis disculparme antes de que vuelva a encender el ordenador y recorra la secuencia personalizar/escritorio/editar entradas/suprimir, cosa que sucederá tan pronto como se me pase la resaca de mañana (o de pasado).

(...y aquí, por fin, acaba lo que debería haber terminado allí.

Lector perspicaz: - Buah… ¿era eso? Pues vaya tontunaca.

Autor honesto: - Tampoco es que la entrada sea para tirar cohetes, así que no sé a qué viene esa cara de decepción.

Ex lector: - Pues también es verdad.)