Te llamaré Tokyo

“Mientras bajaba, me acordé de la pareja del Skyline y de la música de Duran Duran. Ellos no lo sabían. No sabían que yo estaba descendiendo hacia el fondo de las tinieblas con una gran herida en el abdomen y con una linterna y un cuchillo grande en el bolsillo. Ellos sólo pensaban en la cifra que marcaba el velocímetro, en sus expectativas de sexo, en los recuerdos y en las insípidas canciones pop que subían y bajaban en el ranking musical. Claro que yo no podía criticarlos. Lo único que pensaba era que ellos no lo sabían. Sólo eso.”


Hace tanto tiempo como puedo recordar que ando intrínsecamente enamorado de todo aquello que incluye la palabra Tokio. No es algo racional, lo sé, pero como las endorfinas que el chocolate libera en nuestra mente, la simple mención de Tokio me transporta siempre a lugares imaginarios, a paraísos artificiales que habría podido habitar acaso en algún lugar de mis recuerdos futuros. Así, “Tokio ya no nos quiere” de Loriga o “Trenes hacia Tokio”, de A. Olmos, me rescataron una vez de mi pequeño mundo, el que ahora agoniza entre notificaciones de entidades bancarias que duermen amenazantes en mi buzón y despertadores que siempre marcan la misma hora, secuestrándome a punta de palabra, y yo aceptando con complacencia cuantos síndromes de Estocolmo me inocularon desde sus páginas. Hace unos meses fue “Tokio blues. Norwegian Wood”, título beatleriano, el que de la mano de Haruki Murakami me arrastró a unos años en los que estuve poseído por el espíritu de Holden Caufield, regalándome momentos de ensoñación que aún intento distinguir si acaecieron a éste o a aquel lado de la delgada línea que separa lo que fui de lo que pensé ser.

Últimamente ando atrapado en “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”, del mismo autor. Atrapado, enredado en un ejercicio de imaginación poco común en la literatura de nuestros días, y abandonado a un universo donde se mezclan paisajes urbanos, bestias mitológicas, engendros de la tecnología y miedos tan antiguos como el alma de los hombres, en un laberíntico viaje de ida y vuelta entre pasado y futuro, perfectamente ensamblado en dos historias que serpentean llenando mi cuarto con sus silbidos de terciopelo, afilados como cuchillas de afeitar, mientras Kafka me observa detrás de la rendija que la puerta de mi armario no ha llegado a sellar .

Pues eso, que si estáis un poco cansados de leer etiquetas de champú en el baño o fisgonear lo que hacen vuestros amigos en el Facebook, os recomiendo “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”. A mí se me ocurren pocas maneras más gratas de esperar a que amanezca.

Nota: Me parece objeto de mención apuntar que no tengo entre mis predilecciones la lectura de novelas escritas en otros idiomas (ya sabéis, por lo del lost in translation. Llamadme snob si queréis), aunque el trabajo de traducción de Lourdes Porta Fuentes es, en este caso, sencillamente sublime.

Apocalipsis. Capítulo 1.3.

Resulta que caminaba yo por el casco viejo de Murcia, confortablemente pertrechado por la inquietante voz del Sr. Chinarro (… lleva en los bolsillos una recompensa para quien apriete el gatillo…), cuando me encontré con la minimani estival congelada en la foto que antecede a este texto. La muchachada de la tierra del pijo, visiblemente nerviosa por la expectación de la turba que se iba arremolinando entre ¿cápasao? y ¿cápasaoargo?, se reunía como cada sábado noche de botellón, pero ahora ataviados con trajes de baño de la temporada pasada, binikis varios, cañas de pescar, tumbonas playeras, todo estratégicamente enmarcado ante una pancarta con el lema Esperando al cambio climático. Mala época han elegido los zagales para tan noble y preventivo propósito, coleando aún el invierno más largo, frío y lluvioso de los últimos años. Y es que ya no se sabe si lo del efecto invernadero, la capa de ozono, el cambio climático y el Sursum Corda es una milonga que, a lo timo de la estampita, sólo sirve para llenar los bolsillos de una cuadrilla de magngantes (de magnate y mangante) que hacen turismo en jet privado, alguno con su Nobel bajo el brazo, o realmente habría que ir empezando a poner las barbas a remojar: que si las temperaturas subirán un par de grados más pronto que tarde, que si el BIO Hespérides vuelve de la Antártida confesando que hay más hielo que en el congelador de un piso de estudiantes y es más el ruido que las nueces, que si estamos esquilmando los recursos naturales del planeta por mal uso y abuso de la energía, que si las multinacionales de la electricidad y el petróleo ganan dinero a espuertas en connivencia con gobiernos de aquí y de allá, que si el hombre está cambiando fatal e irreversiblemente el clima, que si dicho cambio sólo responde a los ciclos naturales de lo que viene a ser la bolica del mundo, que si noteechestantalacaMariPuri, que si el primo de Rajoy dixit… Yo, confieso, era de los escépticos.

Y digo “era” porque, apenas unos minutos después de abandonar la plaza donde hice la foto anterior, descubrí, ojiplático, que en el mismo centro de Murcia, una extraña plaga de animales ajenos a los manuales de biología empezaba a colonizar las copas de los árboles del Paseo Alfonso X el Sabio, señal primera e inequívoca de que la fauna local había sucumbido a las variaciones del clima mutando en especies que ríete tú de los basiliscos. Joder, ¿es que no lo veis? ¡Ya ha empezado! ¡Ha empezado! ¡Huid!