Diógenes bebe vodka

Tiene 43 años, una madre anciana con la que convive en situación precaria, y no se le conoce empleo alguno desde hace casi un lustro. Lo sencillo, dado su carácter ermitaño y su aspecto desaliñado, sería confundirlo con cualquiera de los indigentes que ya son legión en las ciudades del mundo civilizado. Lo complicado, para ese mismo mundo civilizado, es siquiera atisbar que el ruso Grigoriy Perelman se esté pensando si aceptar o no el premio de un millón de dólares que le corresponde por resolver un intrincado problema matemático. Si además añado que el Sr. Perelman va convirtiendo esta actitud en costumbre, la paradoja pecuniaria deja de ser tal para trasmutarse, al menos en lo que a mí concierne, en inusitada admiración.

El Instituto de Matemática Clay, en Cambridge, Massachusetts, desafió a los matemáticos que en el mundo son a resolver siete problemas, a mancillar a siete vírgenes que habían permanecido a buen recaudo en el Parnaso del más allá de la teoría matemática, lejos de nuestras sucias y simiescas mentes. Pues bien, Grigoriy Perelman acaba de pasarse por la piedra a la Conjetura de Poincaré (más de un siglo tenía la mozuela), y mucho me temo que sin pedida de mano de por medio. Lo de Poincaré es una movida de algo sobre cuerpos con cuatro o más dimensiones, en lugar de las tres dimensiones habituales. La conjetura presenta una prueba para establecer si una forma que existiera en un espacio de ese tipo, por más distorsionado que estuviera, sería una esfera tridimensional. No pasa nada, yo tampoco entiendo lo que he escrito. Total, que cuando James Carlson le telefoneó desde el Instituto Clay para contarle que había ganado el premio, Perelman reaccionó poco menos que como lo hago yo cuando me llaman, amabilísimas como un cólico nefrítico, las operadoras comerciales de las compañías telefónicas para ofrecerme el enésimo mejor contrato de la historia de las telecomunicaciones. Cuando el mismo jodido ruso ganó hace unos años la Medalla Fields, considerada el premio Nobel de las matemáticas, y ni asomó su recio bigote por la ceremonia de entrega celebrada en Madrid, ya se veía venir que no le iba el faranduleo.

Sergei Rukshin, su profesor de matemáticas durante su etapa escolar, le ha aconsejado que trinque la guita para proporcionar una mejor calidad de vida a su madre. El Partido Comunista de San Petersburgo le ha aconsejado que les ceda la pasta a ellos, que esta vez sí que tienen un plan cojonudo para salvar al mundo del infierno capitalista. Y yo, que no soy de dar consejos, me quito el sombrero y, mientras hago la reverencia pertinente, me digo entre sonrisas “Hay que joderse, tovarich Perelman”. Después invito al matemático a tomar una cañeja para celebrarlo. No me ha contestado, evidentemente.

Cambio de hora

Miro el reloj del teletexto. 1:59:06. 1:59:07. 1:59:08. 1:59:09. Recuerdo la forma en la que me partiste en dos la primera vez que me dijiste que me ibas a querer para siempre, y hago de un milagro que dura un segundo una hora de muerte y resurrección. 3:00:00. 3:00:01. 3:00:02. 3:00:03.

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Ha muerto Miguel Delibes.

Es complicado encontrar en nuestros días a escritores de verdad, a escritores que manejen las palabras casi con nanometría y que alcancen con ellas, además, a emocionarnos a aquellos que nos acercamos a un libro como un niño a su regalo del día de Reyes. Escribir no es amontonar palabras ni arrejuntarlas: es hilarlas. Del mismo modo que no todos los que tocan un instrumento son músicos o no todos los que cantan son cantantes, no todos los que escriben son escritores. Un músico es Ellington o Puccini, un cantante es Sinatra, Billie Holiday o la Callas, y un escritor es García Márquez, Borges o Cortázar. Y Delibes.

Ha muerto Miguel Delibes y se lleva con él su manera de contarnos España, sus campos de la Castilla Vieja y sus gentes, porque lo complicado de escribir siempre es escribir personas. Sus historias acaban apareciendo detrás, como las sombras. Ha muerto después de haber nacido Cinco horas con Mario, Las ratas, La sombra del ciprés es alargada, Los santos inocentes o El hereje, su última y grandísima novela. Y ha muerto como un maestro, con la misma sencillez y honestidad con la que vivió, con el mismo silencio que le dejó su esposa al irse hace ahora unos años.

Se nos ha muerto un maestro y yo, aquí y ahora, le rindo un homenaje que siempre quedará lejos del agradecimiento y la admiración que siento por él y por su obra, aunque cercano por sentido. Descanse en paz.


Imagen tomada prestada de aquí.

JRMora


Desde hace unos minutos, Labios Como Espadas tiene el honor de contar con la generosidad de JRMora en forma de viñeta. Sobre este artista del humor gráfico podéis encontrar más información en su blog, donde disfritaréis de su particular manera de ver el mundo y su forma de entender la actualidad, a menudo acercándonos a la realidad mucho más que cualquier noticiero de periodistas encorbatados. A mí sólo me resta darle las gracias y pedirle perdón por ubicar su obra al pie de este blog, cuestión que espero solventar en cuanto tenga algo de tiempo.

Los días en los que vivimos peligrosamente


La entrada de una fiesta de Los Planetas (¡Dios existe! El rollo mesiánico), una plaquette de Ángel Paniagua, una postal de KIDS (Larry Clark), y un fanzine literario de esos que encuentras de madrugada, sobre la barra de un bar oscuro en el que media docena de almas chocan entre sí como los coches eléctricos de las ferias. Ahora, casi quince años después, algunas de las cosas que hice empiezan a cobrar sentido, aunque aún no acabe de comprenderlo. Es lo que tienen las mudanzas, que te permiten jugan a necrófilos un ratito.