Debo llevar casi dos horas andando. Vivo en un pueblo, uno de esos que huelen a mar cuando regresas después de un largo viaje, pero que apesta a óxido cuando sabes que llevas en él demasiado tiempo. No he visto a nadie en toda la noche, y me cuesta controlar los tiritones con este frío que se te va soldando poco a poco a los huesos. Mi cuerpo titila al son de Antony And The Johnsons, baila bajo el cortavientos al compás de un gigante que parece cantar desangrándose, y su voz tibia derramándose en mis oídos es, ahora, lo único que me mantiene vivo. Llevo puesta mi ropa de montaña, creo que porque me hace sentir seguro, porque de alguna manera sigue oliendo a novecientos kilómetros de soledad, porque nada puede hacerme daño debajo de mi disfraz de voy-a-empezar-de-nuevo (otra-vez-de-nuevo). Sigue lloviendo, como todo el día, aunque ya ha dejado de importarme. A veces, simplemente, es así. Las cosas ya no importan, y yo camino durante horas en mitad de la noche hasta que encuentro un motivo para volver a casa antes del alba. Un libro con olor a cerezas, por ejemplo.
4:42 a.m. Me pregunto qué estáis haciendo ahora todos vosotros.