
El Instituto de Matemática Clay, en Cambridge, Massachusetts, desafió a los matemáticos que en el mundo son a resolver siete problemas, a mancillar a siete vírgenes que habían permanecido a buen recaudo en el Parnaso del más allá de la teoría matemática, lejos de nuestras sucias y simiescas mentes. Pues bien, Grigoriy Perelman acaba de pasarse por la piedra a la Conjetura de Poincaré (más de un siglo tenía la mozuela), y mucho me temo que sin pedida de mano de por medio. Lo de Poincaré es una movida de algo sobre cuerpos con cuatro o más dimensiones, en lugar de las tres dimensiones habituales. La conjetura presenta una prueba para establecer si una forma que existiera en un espacio de ese tipo, por más distorsionado que estuviera, sería una esfera tridimensional. No pasa nada, yo tampoco entiendo lo que he escrito. Total, que cuando James Carlson le telefoneó desde el Instituto Clay para contarle que había ganado el premio, Perelman reaccionó poco menos que como lo hago yo cuando me llaman, amabilísimas como un cólico nefrítico, las operadoras comerciales de las compañías telefónicas para ofrecerme el enésimo mejor contrato de la historia de las telecomunicaciones. Cuando el mismo jodido ruso ganó hace unos años la Medalla Fields, considerada el premio Nobel de las matemáticas, y ni asomó su recio bigote por la ceremonia de entrega celebrada en Madrid, ya se veía venir que no le iba el faranduleo.
Sergei Rukshin, su profesor de matemáticas durante su etapa escolar, le ha aconsejado que trinque la guita para proporcionar una mejor calidad de vida a su madre. El Partido Comunista de San Petersburgo le ha aconsejado que les ceda la pasta a ellos, que esta vez sí que tienen un plan cojonudo para salvar al mundo del infierno capitalista. Y yo, que no soy de dar consejos, me quito el sombrero y, mientras hago la reverencia pertinente, me digo entre sonrisas “Hay que joderse, tovarich Perelman”. Después invito al matemático a tomar una cañeja para celebrarlo. No me ha contestado, evidentemente.