
Prácticamente me crié en casa de mi abuela materna. Vivía en el Cabezo del Molino, una suerte de callejuelas intrincadas que ascendían como serpientes hacia un viejo molino que nunca vi funcionar y que, sobre todo en estos meses, se llenaban de vida cada noche: gatos sin casa, ni dueño, ni collar antiparasitario, gitanillos semidesnudos corriendo descalzos y divirtiéndose con juegos que hoy desaconsejaría cualquier manual de pedagogía, mujeres que departían alegres sentadas en corro en la puerta de las casas, perfectamente acomodadas en sillas con el asiento de esparto o acunándose en mecedoras casi desvencijadas, mientras sus hombres apuraban un Celtas solucionando los problemas del mundo en el bar de Paco, y puertas que nunca se cerraban para que entrara el fresco en verano. Allí, sentado en un viejo sofá, en casa de mi abuela y por Nochevieja, contemplé el miedo por primera vez, en forma de un chico negro convertido en un zombie que bailaba en mitad de la calle. Y cómo bailaba.
Hace cuatro horas que ha muerto Michael Jackson, y sus canciones son ahora las que danzan en una fiesta improvisada en mi salón. No faltarán buitres, hienas y necrófagos varios haciendo dinero desde mañana mismo: que si renegó de su raza (acabo de oírlo en la CNN), que si se tomó el “dejad que los niños de acerquen a mí” de una manera demasiado literal, que si era un desequilibrado porque su padre le medía el lomo de pequeño o que si estaba en la ruina, serán menú único de las cadenas de telemierda. Luego, en las promociones (que diría el gran Gasset), anunciamos una recopilación del Rey del Pop, nos repartimos los cuartos, y todos tan contentos. Yo no voy a ir por ahí. Ni por el otro lado, que de detractores y fanáticos está el mundo lleno. Además, seguro que San Pedro ya se está encargando de eso.
Con Jackson muere, en mi opinión, uno de los últimos símbolos que conocerá nuestra sociedad, porque ya no se hacen ídolos con treinta años de garantía (si acaso, de un par de temporadas de Operación Triunfo como mucho). Thriller, el Moonwalker o echarse la mano a los huevos al grito de uuhhh permanecerán en la memoria colectiva de millones de personas para siempre, porque hay cosas que pasan sin llamar y se quedan a vivir por ahí dentro, pegándose al corazón como el caracolillo a los barcos.
No sé, podría escribir toda la noche sobre su forma de bailar, la que él inventó, o sobre lo mágico y perfecto de algunas de sus canciones, pero ya sabéis que esta noche tengo parranda en casa, y Billie Jean acaba de subirse a la mesa y me está tirando todos los vasos.