Hará como unos doce años, probablemente más (¡dIOS mío, me hago viejo!) que conocí a
Arturo Pérez-Reverte. Yo había acudido con un grupo de alumnos al
Casino de Murcia, donde el escritor cartagenero presentaba una de sus novelas, creo que la primera de la saga
Alatriste, acompañado por
Pepe Perona, uno de sus grandes amigos y, probablemente, el mejor profesor que he tenido en la facultad. Cada una de sus ruedas de prensa, como sus discursos (memorable el que prologó su ingreso en la
R.A.E.) o sus artículos, destilaban la misma pasión que su
Corso o su
Astarloa, conduciendo a su auditorio o a sus lectores a un posicionamiento inexcusable. En esa época yo frecuentaba locales que, siendo benévolos, podríamos calificar como algo alejados de los círculos universitarios. Esa noche volví a encontrar a la pareja en cuestión en uno de esos locales, y envalentonado por mi juventud y un par de copas, me acerqué a su mesa con la inocente intención de presentarle mis respetos y mi admiración. La nebulosa propia del tiempo y de las copas que he mencionado anteriormente (que acabaron multiplicándose en la mesa como si del milagro del pan y los peces, o del gin y el tonic, se tratara) me impiden recordar con exactitud los derroteros que me llevaron a despertar con un libro autografiado y dedicado a un joven grumete que supuse ser yo. Algo recordaba de una promesa de abordar, amparados en las primeras luces del alba, unos cuantos barcos ingleses y pasar a cuchillo a cuantos hijos de la
Pérfida Albión encontráramos en nuestra santa misión. Esa noche, y el duelo más que epistolar que mantuvo con
D. Victorino Polo, otro de mis profesores (aunque de éste no aprendí nada que no fuera cómo no se deben hacer las cosas) e ilustre jurado de premios cervantinos, y que dejó al titular universitario escaldado entre el regocijo de aquellos a los que no nos quedaba otra que entonar el
"Sí, bwuana", despertaron en mí la simpatía por el otrora corresponsal de guerra.
Me faltaría tiempo para entonar en éste post las bondades de una forma de escribir más propias de otro tiempo, de cómo es posible revivir el espíritu de
Dumas o
Stevenson y encerrar en unas hojas de papel a piratas, espadachines, curas, periodistas, asesinos a sueldo y otras gentes de mal vivir sin perder un ápice de calidad, en relatos perfectamente documentados y estructurados en los que el talento y la pasión se ponen al servicio de la pluma, poblados de personajes tan atemporales como reconocibles, y tan lejanos del bien y del mal como de su
crisantema cotidianeidad.
Es obvio que no podría suscribir cada uno de sus artículos de opinión, pero éste, mi post número 51, bien merecía darle al César lo que es del César y a mí el placer de regurgitar un par de recuerdos y de aplausos antes de que no quede nadie a quién aplaudir.
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